EGIPTO , MARAVILLOSO

lunes, 11 de febrero de 2008

George Washington

(2ª parte)

Declarada en 1756 la guerra de los Siete Años, que para los colonos ingleses en América suponía la lucha por su expansión frente al predominio francés, Washington fue designado teniente coronel del regimiento de Virginia, a las órdenes del general Fry. Al morir éste en combate, le sucedió como jefe supremo de las fuerzas armadas del condado, pasando poco después a formar parte del estado mayor del general Braddock, que dirigía las tropas regulares enviadas por Inglaterra. El 9 de julio de 1755 se distinguió en la batalla de Monongahela por su coraje y capacidad de decisión, si bien ésta acabó en un desastre para los ingleses.
La derrota repercutió de tal forma en su ánimo que el joven militar se retiró a Mount Vernon con el firme propósito de no volver a tomar las armas. Pero no pudo llevarlo a cabo, pues los notables de Virginia le pidieron que se hiciera cargo de las tropas, a pesar de que sólo contaba con veintitrés años de edad. Washington conservó el mando entre 1755 y 1758, época en que también fue elegido como representante del condado de Frederic para la Cámara de los Burgueses de Virginia. Su nombre ya era popular, se le admiraba por su experiencia y tacto, y comenzaba a labrarse un sólido prestigio político interviniendo activamente en las deliberaciones de la asamblea.
Tras algunos sinsabores, desilusionado ante el curso de la guerra con Francia y la conducta de los comandantes británicos, Washington renunció a su cargo militar para regresar a Mount Vernon y al poco tiempo, el 6 de enero de 1759, se casó con Martha Dandridge, una mujer tan rica como bella, viuda del coronel Parke Custis y dueña de una de las mayores fortunas de Virginia. Poseía un gran número de esclavos, 15.000 valiosos acres y dos hijos de seis y cuatro años, que se convirtieron en la verdadera familia de Washington.
En Mount Vernon la pareja, unida más que por un amor apasionado por una armoniosa felicidad, llevaba la vida de los ricos propietarios, atentos a la prosperidad de sus tierras y al papel prominente que desempeñaban en la vida social de la región. Todo se hacía a lo grande, la ropa se compraba en Londres, las fiestas eran espléndidas y los huéspedes se contaban por cientos. Pero esta vida rumbosa se vería interrumpida por el vendaval político que pronto se abatió en la América del Norte.
El final de la guerra de los Siete Años, signado el 10 de febrero de 1762 por el Tratado de París, significó la renuncia de Francia a sus pretensiones sobre Acadia y Nueva Escocia y la posesión, por parte de Inglaterra, de Canadá y toda la región de Luisiana, salvo Nueva Orleáns. Pero la discrepancia mercantil entre Londres y sus colonias aumentó a raíz de esta conclusión, pues el gobierno inglés consideró que todas sus posesiones habían de cooperar en la amortización de los gastos ocasionados por la guerra, ya que todas ellas se habían beneficiado de sus resultados.
De hecho, el déficit originado por la contienda era enorme, y en marzo de 1765 el parlamento inglés votó un impuesto que hirió los derechos tradicionales de las colonias, imponiendo el uso de papel timbrado para toda clase de contratos. Con verdadera ceguera política, al año siguiente impuso una serie de derechos aduaneros sobre el papel, el vidrio, el plomo y el té, que provocaron la indignación del mundo comercial norteamericano y la formación de ligas patrióticas contra el consumo de mercancías inglesas. A la vanguardia de las luchas que precedieron al estallido revolucionario habían de colocarse los aristócratas de Virginia y los demócratas de Massachusetts. Washington se sintió irritado por tales medidas, pero continuó considerándose un súbdito leal a Inglaterra y un hombre de opiniones moderadas.
En 1773 la población de Boston protestó contra los impuestos arrojando los cargamentos de té al mar. El hecho, conocido como el Boston Tea Party, acabó de abrirle los ojos a Washington y de volcarle hacia la defensa de las libertades americanas. Cuando los legisladores de Virginia se reunieron al año siguiente en Raleigh, él estuvo presente y firmó las resoluciones. En la primera legislatura revolucionaria de ese año pronunció un elocuente discurso declarando: «Organizaré un ejército de mil hombres, los mantendré con mi dinero y me pondré al frente de ellos para defender a Boston». Ya había dejado de ser un moderado cuando, vestido de uniforme, representó a Virginia en el Primer Congreso Continental que se celebró en Filadelfia en 1774. Sus cartas muestran que aún se oponía a la idea de la independencia, pero que estaba decidido a no renunciar a «la pérdida de los derechos y privilegios que son esenciales a la felicidad de todo Estado libre y sin los cuales la vida, la libertad y la propiedad se tornan totalmente inseguras».
Comenzadas las hostilidades entre ingleses y americanos en la batalla de Lexington, el 19 de abril de 1775, los autonomistas declararon sus anhelos de independencia frente a la corona inglesa. Todas las colonias se consideraron en guerra contra la metrópoli y, en el Segundo Congreso reunido en Filadelfia ese año, confiaron el mando de las tropas al plantador virginiano George Washington. Su elección fue en parte el resultante de un compromiso político entre Virginia y Massachusetts, pero también la consecuencia de la fama ganada en la campaña de Braddock y del talento con que impresionó a los delegados del Congreso.
El flamante jefe de las fuerzas coloniales se vio entonces frente a la arriesgada tarea de crear un ejército casi desde la nada y en presencia del enemigo. Al llegar a Boston se encontró con más de quince mil hombres, pero se trataba sólo de una masa confusa de insurrectos indisciplinados, divididos en bandas hostiles entre sí, a menudo en harapos y mal armados. Faltaban víveres y vituallas, y además, cada asamblea provincial dictaba órdenes a su capricho. Aquí demostró Washington sus brillantes dotes de organización y su incansable energía, disciplinando y adiestrando a los voluntarios inexpertos, reuniendo provisiones y llamando a las colonias en su apoyo. De esa forma organizó al ejército de Massachusetts, con el que pudo ocupar Boston y expulsar de Nueva Inglaterra a los ingleses del general Howe en 1776. Ese año, ante la llegada de nuevas tropas enviadas por la metrópoli, los americanos habían proclamado solemnemente la independencia de los Estados Unidos.

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